Con la lluvia tormentosa en esta tarde apacible me siento a escribir tras replantearme varios pensamientos que iban surgiendo y decreciendo a medida que cerraba los ojos y me dejaba llevar por el caótico ruido de los relámpagos irrumpiendo en el silencio. Si no fuera por estos inesperados ataques de la naturaleza ya no sé qué sería de mí. El cielo grisáceo, los árboles meciéndose suavemente, y la irradiante luz de los truenos segándonos. Por un momento sentí miedo, ahora ya no, contemplo el panorama con frialdad. Los gatitos recién nacidos yacen debajo del árbol que da hacia mi ventana, en el jardín de la casa de los abuelos. Temo por ellos, puedo alcanzar a verlos levemente, tiernamente refugiados detrás de las ramas. Ellos aún no tienen nombre, me pregunto porque no se introducen en la casita que mi madre les con
cedió o porque todavía no saltan espantados hacia el precipicio donde radica la muerte, en el camino oscuro y miedoso donde perece el que tiene mala suerte; los carros allí pasan como si fueran estos estruendosos truenos que revientan ahora, despiadados, infelices. A veces surgen en mi cabeza muchas palabras que quisiera plasmar en alguna historia que se disipa como el viento, después ellas se me olvidan, también se desvanecieron. Ahora lo que puedo recordar levemente es que me gustaría decir esto que escribo: cuando leo, doblo la esquina superior de la página en el momento que una frase me roba el corazón, siguiente a eso, en mi libreta, escribo todos esos textos o párrafos, solo los que cautivan mi atención, los que me hacen sentir que de cierta manera me pertenecen, o tal vez yo les pertenezco. Releo estas frases y revivo el sentimiento que tuve al leerlas por primera vez, así las guardo y no tengo que leer un libro entero para volver a encontrarlas. La lluvia no cesa, el cielo se retuerce de dolor.
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