Cuando bailo siento mariposas en el estómago, percibo como se eriza mi piel y energía fluye por todo mí ser. Se crea una fuerza muy poderosa en mi cuerpo que me lleva de la mano hacia toda dirección posible, estoy volando sobre el suelo.
Existe equilibrio, consciencia y una expansión inmensa de cada centímetro de mi cuerpo, invado el espacio con mi esqueleto; estamos haciéndonos uno. Siento el aire con mis manos, recorro el espacio con la mirada, siento el suelo con mis pies.
Mi mirada se ancla, allí, en un punto fijo sin importar cuál sea, si la mancha de la pared, o la hoja de la orquídea de la casa, o la taza de té. Me anclo para elevarme hacia los cielos, mientras mis raíces están plantadas muy profundo, mis ramas, hojas y flores se mueven con pasión, es ahí cuando siento el amor a la danza, incondicional, fiel, sincero, feliz.
Ese sentir tan indescriptible me llena desde la coronilla de mi cabeza hasta la punta de los dedos de mis pies.
Danzar me llena de vida, de agua que corre por la piedra, de salmones nadando contra la corriente del rio, cangrejos rojos escondiéndose en sus casitas arenosas, caballos jugando a la orilla del mar por la mañana, libélula que revolotea libre, hojas que se mecen con el viento del ocaso, colores de un colibrí, magia.
Fotografías por Camila Saravia.
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